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Université de Strasburg, 15-18 de abril de 2026

Si el silencio ha sido tradicionalmente objeto de estudio en numerosas ramas del conocimiento como la filosofía, el psicoanálisis, la antropología, la música o los estudios culturales, lo cierto es que los estudios lingüísticos y literarios también han dedicado un extensísimo tiempo y espacio de análisis a sus características, funciones e implicaciones. El método estructuralista nacido en el siglo XX se centró en el estudio del lenguaje literario, concepto por lo demás novedoso: «Hay para el siglo XX una frontera que todos los manuales respetan. Hablar de lengua literaria es hablar de una preocupación actual» (Pozuelo Yvancos, 2000: 13). Sin embargo, no debemos olvidar que un valor positivo siempre viene sostenido por su contraparte negativa, su cara B. Decía Sartre que cada palabra tiene consecuencias y cada silencio, también. El estudio del silencio, en todas sus variadas formas e implicaciones, es fundamental para comprender el desarrollo del propio lenguaje: entendido en un sentido amplio, es todo aquello que rodea y subyace a la palabra y a la formación del sentido, un «silencio profundo» (Dauenhauer, 1973: 22) que complementa toda expresión significativa, la circunscribe, la transforma y la permea. Sin silencio entre las palabras, no existiría el sentido. Es más, tal y como defiende Eni P. Orlandi, «le silence ne parle pas, il signifie» (2001: 258).

Así pues, debido a su importancia esencial, con este congreso buscamos fomentar su estudio científico y académico desde la teoría de la literatura, la teoría y filosofía del lenguaje, la historia literaria y la literatura comparada. El silencio no solamente es un motivo omnipresente en la literatura —ya sea de forma latente o patente, como elemento problematizador y generador de la trama o de forma más secundaria—, sino que también es una herramienta esencial para la construcción de todo tipo de discurso. Aprehenderlo teóricamente es una tarea compleja, pues se trata de un concepto tan paradójico como escurridizo. Pareciera remitir en un principio a aquellos espacios a los que la palabra no llega, y por ello a la ausencia, la nada y lo otro. Sin embargo, si el silencio ocupa el espacio del más allá del lenguaje (¿y alberga quizás en su misterio un más allá de la realidad?), no por ello deja de ser un elemento altamente significante en el proceso comunicativo: «El lenguaje […] no tiene la capacidad de generar un real efecto de significación si no es sumergido en ese océano de sentidos silenciosos y muchas veces irreductibles que lo circundan» (Colodro, 2000: 124). Ese «saber de fondo» silencioso al que se refiere Max Colodro bebe directamente de la deconstrucción derridiana: no es posible hablar del silencio sin transitar por los caminos de la filosofía. Para Derrida, el significado nunca está plenamente presente puesto que se encuentra diferido en permanencia. En este contexto, el silencio no se resume en simple ausencia o vacío, sino que opera como una huella de lo no dicho que consigue desestabilizar el discurso. Esto significa que el sentido de la palabra se puede bifurcar eternamente, puesto que la totalidad innombrable que se refugia en el silencio se concreta en función de la presencia de determinados signos que, en su différance (1967), se determinan gracias, también, a elementos contextuales e implícitos inherentes a todo proceso comunicativo.

La noción de literatura como proceso comunicativo en el que el receptor cobra una importancia capital es clave en los últimos años del pasado siglo, y ha propiciado conceptos tan fructíferos como el de «obra abierta». Este término acuñado por Umberto Eco (1962) se ve influido por la no menos conocida noción de «indeterminación» (Ingarden, Iser), y ambos desembocan en una inevitable polivalencia interpretativa. Ciertas obras —y ciertos géneros— usan el silencio de la indeterminación con más mimo que otras, y por ende exigen del lector una mayor cooperación interpretativa; es el caso, por ejemplo, de las narrativas de lo insólito. Estas suelen proponer estructuras discursivas que protestan y disiden; aquí, el silencio se instala tanto en la diégesis como en los procedimientos formales (retórica, tejidos semánticos) y narrativos (sintaxis, fábula y trama), aprovechando la potencia del silencio y sus efectos estéticos (Rancière, 2007), y generando «retóricas desde lugares de enunciación no legitimados: políticas-estéticas cuya potencia sea, precisamente, su resistencia a territorializarse en los discursos» (Rodal, 2023: 4). También en estas narrativas podemos hallar toda una trayectoria literaria en torno a los ecos y los murmullos, aquellas voces que no llegan (del todo) y que guardan una importancia fundamental en las figuras espectrales, una estética fronteriza cimentada en dichas “voces latentes” que reverberan en el silencio y la vibración del entorno, en una liminalidad entre el aquí y el más-allá, entre los muertos y los vivos, entre las herencias carcomidas del pasado y los conflictos identitarios del presente.

Así, la dimensión estético-política de toda retórica del silencio se retroalimenta con la dimensión pragmática de la obra. Esto se hace particularmente evidente en el teatro, donde dramaturgos como Juan Mayorga han explorado las posibilidades del silencio como recurso expresivo y crítico. Más que un vacío en el que la palabra está ausente, el silencio en Mayorga se convierte en un lenguaje alternativo que invita al espectador-lector a traducir y reinterpretar lo no dicho, abriendo un horizonte de significados latentes. En obras como Himmelweg (2003), por ejemplo, el lenguaje resulta tanto más expresivo cuantas más grietas o “fallas” presenta: lo que no se dice, lo que queda interrumpido o en suspenso, se vuelve más elocuente que la palabra pronunciada. Esta estrategia, heredera de la estética de lo translúcido propuesta por José Sanchis Sinisterra, convierte la opacidad, la interrupción y el vacío en espacios de significación. El silencio se configura así como un dispositivo que intensifica la experiencia ética y política del espectador-lector, al funcionar como una suerte de «acto de habla» sin palabras (Austin, 1962), capaz de confrontarlo con lo indecible y desestabilizar cualquier ilusión de transparencia en la comunicación.

Por todo lo dicho, el estudio del silencio en la literatura requiere prestar especial atención a los elementos socio-históricos del contexto del autor que han podido conducirle a utilizar dicho silencio. Por ejemplo, los acontecimientos históricos del siglo XX provocaron una continua reflexión sobre la incapacidad del lenguaje de dar cuenta del horror, como lo describe Adorno cuando trata de explicar la imposibilidad de escribir un poema después de Auschwitz (2010: 30-31) —recordemos la «escritura del desastre» por definición silenciosa y fragmentaria de Maurice Blanchot (1980)—. Por otro lado, si nos adentramos en el siglo actual, se puede afirmar que estamos ante una movilización cada vez más evidente en el mundo artístico que no busca tanto denunciar como disentir. Se trata de poner en dificultad los discursos hegemónicos y el consenso capitalista-neoliberal patriarcal, y para ello el silencio, declinado en numerosas tipologías retóricas, temáticas, narratológicas, semióticas, etc., es una herramienta clave. Bajo estas tendencias de lo que podríamos denominar como un «silencio sociológico», podemos hallar las narrativas de los desaparecidos —especialmente bajo las dictaduras— y de la(s) ausencia(s), donde el silencio adquiere un tinte crítico de denuncia, muda aunque potente y desgarradora, que subsiste en paralelo a otro silencio político y administrativo, el de la censura. El silencio es, de hecho, una forma de no decir, quizá para decir más, y en este tipo de escrituras puede atesorar un fuerte potencial crítico y de denuncia, con herramientas que otros mecanismos lingüísticos no poseen y una capacidad ineludible para esquivar y revolverse contra la opresión y la censura política, institucional o estatal. Además, en diversas ocasiones ese silencio sociológico convoca una presencia latente en la propia escritura, de modo que lo intratextual se relaciona con lo extratextual, lo afecta y lo moldea de acuerdo con sus propios fines, desde donde podemos hallar interesantes convergencias sobre este motivo del silencio que correlacionan la forma y el contenido, lo que no se dice con el cómo de lo que se comunica (y lo que no).

Del mismo modo, la representación del silencio sociológico tiene una importancia capital en la literatura feminista, que se enfrenta a una dualidad entre la herida y su cicatrización, entre recalcar la crudeza de lo silenciado o alzar el grito, apostando por dar voz a todas aquellas que han sido históricamente silenciadas, ya sea por cuestiones de género, etnia o clase: «aquellas bárbaras mestizas y perras […], hijas bastardas de sus propias historias familiares, silenciadas o borradas de las tradiciones feministas clásicas, indigeribles e ilocalizables en las ontologías dicotómicas occidentales.

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